Yo era de los que creía, en la amistad, entre hombre y mujer,
que podían darse afinidades, para ir juntos al cine o a comer.
De hecho, tuve una amiga, con quién compartí mis momentos,
paseamos, nos entretuvimos e intercambiamos pensamientos.
Ella aprendió a relacionarse con el fútbol y yo con decoración.
Nos apoyábamos mutuamente. Cada favor, obtenía devolución.
Colgaba sus nuevas cortinas, mientras me cocinaba la comida,
cambiaba el cable de su plancha y me daba lecciones de vida.
Si, eventualmente, quedaba sin luz, yo reemplazaba el fusible,
también, para brindarme una ayuda, ella hacía lo imposible.
No guardábamos secretos, nos confesábamos nuestras cuitas,
ella compraba mis preservativos y, yo, su Carefree con alitas.
Nos habíamos prometido no confundirnos con las emociones,
aquello era pura amistad, donde no cabía amor ni traiciones.
Pero un día surgió que, acabada la cena, con abundante vino,
algo estimuló mi libido adormecida y lo inevitable sobrevino.
Haciendo zapping, viendo la tele, dimos con un canal porno.
Más tarde, ella se encaminó a sacar, algo crocante del horno.
Y, a pesar que nuestra relación, ya estaba harto conversada,
cual si cometiera una vil traición, no perdoné su agachada.
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