Cierta vez tuve un amorío, que nació en una biblioteca,
con una bibliotecaria que, al principio, era un poco seca.
Esta señorita, de naturaleza esquiva y de trato distante,
fue soltándose, al encontrarnos, revisando algún estante.
Pronto empezamos a vernos, fuera del silencioso recinto.
Paseando, descubríamos cada vez, algún lugar distinto.
En los árboles de las plazas, dejaba grabado su nombre,
haciendo cosas de chico, a pesar que ya era un hombre.
De esa corta relación, que fue como un fugaz torbellino,
un día me puso al tanto, que un niño venía en camino.
Consultando a mi conciencia, imaginé qué debía hacer,
fui espaciando los encuentros y comencé a desaparecer.
No regresé a la biblioteca, ni di mi apellido a la criatura
y me quedé con el último libro, incrementando mi cultura.
Hay tres objetivos que, en su vida, el hombre debe alcanzar:
Ha de tener un hijo, escribir un libro y algún árbol plantar.
Siempre digo que, de algún modo, considero haberlo logrado,
ya que tuve un libro, escribí un árbol y deje un hijo plantado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario